RENACER A UNA NUEVA VIDA LIBRE, SIN ALCOHOL

3 años ago
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Crónica de la sierra y del barrio de Tacuba.

Por fin se nos hizo: llegaron a El Salto en el autobús de las doce tres miembros del grupo Nuevo Guadiana de  Alcohólicos Anónimos de la capital Durango. Su misión:  introducir el programa en ese pueblo maderero de la Sierra Madre Occidental.

Quienes los recibimos, ya para ese entonces habíamos conseguido un pequeño salón, como  casi todas las contrucciones de El Salto, hecho de tablas de madera y habíamos realizado las invitaciones. Eramos Bernardino, un fraile carmelita; Memo un auxiliar del cura párroco que, además de su entusiasmo y entrega, tenía el arte de ventriloquía y con su muñeco daba consejos, pláticas, catequizaba y yo que trabajaba programas de desarrollo.

En respuesta a nuestras invitaciones habíamos recibido negativas: – Yo no soy alcohólico, yo tomo cuando y cuanto quiero. Cambiamos de táctica: hablamos con esposas y con hijos y pegamos algunos carteles. Seguramente, las mujeres fueron más convincentes porque a la reunión llegaron más de veinte personas.

No todo fue feliz. Mientras con toda su mística ejemplar nos explicaban las diferencias entre la vida plena en sobriedad con la muerte provocado por el alcohol y nos introducían a sus maravillosos procederes, en las últimas filas del salón tres o cuatro de los asistentes se pasaban una bolsa de papel y se agachaban como si fueran a recoger algo del piso. Tomaban de la botella que estaba en la bolsa.

Nuestro conferencista interrumpió: – Parece que los señores están ocupados viendo algo en el suelo. – Permítame, expresé y les dije en voz baja: acompáñenme a la puerta. Ya fuera les pregunté por lo que estaban haciendo. Toño, el simpático del pueblo me dijo: – Alejandro nos invitaste a una reunión de alcohólicos, pero ni un traguito diste, por eso trajimos la botella….

Quedó un pequeño núcleo de diez o doce amigos que con la asesoría de los compañeros del Nuvo Guadiana fundaron al grupo Nueva Vida de El Salto. Bernardino, el hermano carmelita y el párroco el Padre Enrique López Velarde invitaban, regalaban el café, asistían a las juntas.

Pasado un año regresé a El Salto. Al grupo lo encabezaba Rodrigo un gordito, joven, hijo de panaderos que me había confiado que a sus diecinueve años ya sufría del delirium tremens y lo peor que el único trabajo que había conseguido – pues mucho sabia de eso – era en una de las cantinas del pueblo. El padre López Velarde y algunas buenas personas le habíamos ayudado a montar un taller de radio; pero no había sido suficiente. Ahora con el grupo de AA (Alcohólicos Anónimos) ya era otro: llevaba un año de sobriedad.

Fui a una junta, ea un sábado anterior a la Semana Santa. El salón tenía un letrero por fuera con el nombre del grupo, por dentro estaba bien pintado, en lugar de bancas largas había sillas, un atril, una mesa para el presídium y una nueva estufa de leña – el Salto tiene temperatura polar – . Se celebraba un aniversario de sobriedad. Eramos más de cincuenta los asistentes.

Pasó a tribuna un señor trajeado, delgado, muy limpio. En la primera fila su señora y tres hijos.  -¿Quién es ese? le pregunté, en voz baja,  a mi vecino. Es el Oso, me contestó. -¿El Oso?, le dije sorprendido. Afirmó con su cabeza y con un dedo en los labios me pidió silencio.

El Oso que yo había conocido era un sujeto sucio, panzón, con barba y greñas largas y llenas como de grasa que usaba un abrigo con parches y manchones. Cuando estaba muy borracho se escondía en el quicio de una puerta o a la vuelta de una esquina y al pasar niños o mujeres se les ponía enfrente, alzaba los brazos y hacia un horrible ruido como un rugido. Asustaba, en serio.

La gente del norte es de pocas palabras, el Oso era de menos. Se paró detrás del atril, se presentó y nos dijo: Compañeros hoy que estamos casi en Semana Santa les puedo decir que estaba muerto, pero gracias a Dios y a ustedes he resucitado.

Se hizo un silencio. A mí se me cerró la garganta, se me vinieron las lágrimas y también al de junto y al otro. Un montón de hombrones de la sierra chillaban en silencio mientras que el Oso era abrazado por sus hijos y su mujer. Pasó un buen tiempo para que el Presidente de la reunión contuviera su propia emoción y  diera paso al siguiente punto de la junta.  Estas emociones surgen en todos los grupos de Alcohólicos Anónimos.

Yo rentaba un cuarto pequeño en una casa de las pocas de cemento y ladrillo que había en el pueblo. Entraron albañiles para hacer algunas reformas. Pasé junto, uno de ellos comentó: Hay gente que se olvida de los amigos, pero así es esto. Ni caso hice, al día siguiente los reclamos subieron de tono: – Claro, los que estudiaron no se acuerdan de los pobres, y repetía: pero así es esto.

Me detuve. Oiga le dije, si el asunto es conmigo, acláremelo, por favor. – Si es con usted, me dijo. Yo no lo conozco, discúlpeme. Pues mire, me dijo: para que se le quite, yo si lo conozco a usted y usted si me conoce: Yo soy Leonardo y tú eres Alejandro. Me lo quedé mirando:  -¿Tú eres Leonardo, en serio? – Si Alejandro, yo soy ese mero, tu amigo. Nos fundimos en un gran abrazo y de nueva cuenta las de san Pedro corrieron.

Cuando conocí a Leonardo, había regresado a El Salto de una parranda borrachera de seis meses que lo había llevado hasta Tijuana. Había dejado sin un centavo y con mucha angustia a su familia. Para ayudarse a caminar usaba una tranca pesada, sus pantalones los había cortado a la altura de la rodilla, las piernas mal vendadas dejaban ver úlceras. Sin trabajo, inútil, en la miseria. El Leonardo albañil era irreconocible. Llevaba año y medio en el grupo, año y medio de sobriedad.

Este renacer ocurre en los grupos de AA  que ofrecen la terapia grupal que significa escuchar las terribles biografías del alcoholismo que ayudan a comprender lo cerca que se encuentra el dolor y la muerte; pero que también se puede renacer a la vida. En el grupo se regala la compañía de quienes sufren lo mismo y se aprende vivir en serenidad: en lograr que nada nos mueva de nuestra paz interior.

El alcohólico anónimo descubre que puede amanecer sobrio y vuelve a gozar la capacidad de los sentidos: gusta de nuevo de la comida y de los olores, la luz del sol y los ruidos no le molestan como en la cruda, por lo contrario lo hacen sentirse vivo. Y, sobre todo, se libera de la esclavitud: vuelve a ser dueño de su tiempo, de su razonamiento, de su vida.  Ha decidido dejar de beber y, en este impresionante logro,  sabe que un Poder Superior lo ama y está con él. En la oración y reflexión tiene su fuerza y en el servicio a los demás su misión.

En cada grupo hay grandes historias de renacimiento que contar. Aquellos que permanecen que van a junta se transforman, son otros. Panchito, me platicaron en el grupo San Joaquín, allá por Tacuba en la ciudad de México era teporocho. Estaba tirado cerca del mercado de lo Colonia Argentina. Nos hicimos amigos: era contador privado, de corbatita de moño, chaparrito, de lentes.

Conocí, por esos días, a dos señoras muy elegantes de las Lomas de Chapultepec. Dos hermanas ya mayores de negro y que usaban un hilo de perlas que resaltaba su elegancia. Salió el tema de un hermano alcohólico perdido que ya no salía de la casa. Pidieron ayuda, las referí con Panchito. – Voy a ir me dijo, espero me vaya bien. – Lo ví al día siguiente, si le fue, pero nada bien: sin lentes, con el labio y el pómulo hinchados, caminaba cojeando. El invitado se le fue encima, quería matarlo pues él no era vicioso y nadie, menos un desconocido, podía meterse en su vida.

Panchito, le dije, me da mucha pena lo que pasó, de haber sabido me voy contigo. Disculpa. No Alejandro, me contestó, por lo contrario yo estoy agradecido con todos, pues sino fuera por estos problemas jamás comprendería todo el mal que hice cuando estaba activo; no pediría perdón. A ese señor lo vamos a jalar a un grupo, pues por gentes como ellos sentimos que tenemos mucho, pero mucho que hacer.

Los Panchito, los Leonardo, los Osos diariamente, en la crónica que escriben de sus vidas, renacen y hacen que renazcamos aquellos que conocemos su esfuerzo y su amor.

-Alejandro Cea Olivares

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