Kennedy: hoy son 60 años (del crimen)

5 meses ago
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-Los asesinos siguen sueltos

-¿Quién tiene hoy el poder en el mundo?

 

Leopoldo Mendívil López

Autor de Secreto 1910, Secreto R (Rockefeller), Secreto Maximiliano, Secreto Vaticano, Secreto Azteca, Secreto 1929, Secreto Biblia.

 

Una reconstrucción de los hechos.

Hace 60 años

(Semana del Magnicidio / Parte 1)

 

NOVIEMBRE 22, 1963. 12:30 PM. Un sol seco distorsiona el aire sobre el asfalto caliente de la calle Olive Street, en Dallas, Texas.

 

A unas cuadras del oscuro y misterioso Dallas Petroleum Club y de la estación secreta de la Oficina de Servicios Clandestinos de la CIA, un automóvil negro se frena frente a la puerta giratoria del imponente y cristalino hotel Sheraton Dallas, en la esquina de Olive Street y Oak Street.

 

La puerta se abre y un hombre de rostro anguloso y cejas anchas es ayudado a bajar. Voltea nerviosamente hacia su alrededor. Sabe perfectamente que algo fuera de lo común está a punto de suceder.

 

Su portafolios tiene un pequeño emblema redondo con alas que dice “Zapata Oil. Operation Scorpion. Cay Sal Island”, y tiene el emblema de un faro. Su nombre: George H. W. Bush.

 

 

A nueve cuadras de ahí, el nuevo presidente de los Estados Unidos, el joven y progresista John Fitzgerald Kennedy, descendiente de granjeros irlandeses, es el primer presidente católico de los Estados Unidos.

 

Su negra limosina sin techo SS-100X da vuelta hacia la calle de Houston. Se dirige hacia un extraño edificio de ladrillos rojos: el Depósito de Libros Escolares de Texas. Las aceras están abarrotadas por una multitud que le aplaude, con niños sobre los hombros.

 

La limosina gira hacia la izquierda en la curvilínea y enigmática Elm Street, rodeada por dos grandes colinas de pasto. El presidente saluda a la multitud. Su esposa saluda a la gente que está gritándoles desde el lado izquierdo.

 

Al fondo hay un puente. Por encima del puente corren las vías del tren.

Un hombre con un aparato pegado a la oreja escucha por la radio: “El presidente Kennedy acaba de anunciarlo: no va a haber guerra en Vietnam; no va a haber guerras en Laos ni en Cuba. El presidente instruyó al embajador Averell Harriman para establecer un primer tratado de paz y de desarme nuclear con la Unión Soviética.”

 

En lo alto del abandonado y misterioso edificio del Federal Building Annex, frente al del Depósito de Libros, un hombre vestido en un traje negro brillante, mirando por la ventana la caravana, le susurra a otro:

 

-Los contratos por aviones TFX de General Dynamics Convair y por helicópteros Bell iban a ser por doce mil millones de dólares. Íbamos a producir quince millones de toneladas de municiones para Vietnam: iban a ser treinta mil millones de dólares; y 7.3 millones de toneladas de bombas para arrasar Vietnam, por siete mil millones de dólares; un millón de barriles de combustible diarios para los aviones y los tanques –y lentamente encendió un puro que olía a gasolina, y miró hacia la multitud-. Este Kennedy está destruyendo toda lo que hicimos con el general Curtis LeMay y con el ex presidente Eisenhower.

 

Más abajo, en el segundo piso del Depósito de Libros Escolares, junto al humilde comedor de los empleados, el policía Marrion L. Baker observa a un hombre delgado y demacrado llamado Lee Harvey Oswald, que está metiendo una moneda en la máquina de refrescos.

 

Lee Harvey Oswald lentamente oprime el botón que dice “Coca-Cola”.

 

Una lata llena de líquido cae pesadamente sobre la bandeja inferior de la máquina.

 

Afuera, cerca del túnel de concreto hacia el que se dirige la limusina del presidente, un individuo disfrazado de constructor, con un casco de protección y con anteojos de seguridad que le bloquean la identidad, acompañado por un hombre fornido que sostiene un Walkie Talkie, se coloca detrás de la pequeña barda de madera hacia la que se aproxima el vehículo del presidente. (Son los hombres futuramente identificados por Lee Bowers antes de ser asesinado).

 

El hombre del casco lentamente levanta un objeto oculto debajo de un saco: un rifle calibre 6.5 milímetros para proyectiles expansivos. Lo coloca lentamente entre dos postes de la cerca y apunta directamente hacia el rostro de John F. Kennedy.

 

La puerta del elevador se abre en el piso 22 del Sheraton Dallas Hotel, a sólo nueve cuadras. El hombre de cara huesuda y cejas pobladas, empresario petrolero y socio del conglomerado de armas y aviones militares Harriman, George H. W. Bush, avanza por el oscuro pasillo de madera que conduce hacia las habitaciones, con su portafolio que dice “Zapata Oil. Operation Scorpion. Cay Sal Island.”

 

En el piso de abajo, un empresario le está diciendo a otro:

 

-El discurso que Kennedy acaba de dar en Fort Worth, Texas, fue para tranquilizar a la gente de General Dynamics –y miró su reloj-, hace cuatro horas. Les dijo que sí vamos a hacer los aviones TFX, aunque no haya guerra en Vietnam.

 

El otro empresario le dijo:

 

-Ya es tarde para eso –y miró hacia la ventana-. Los de General Dynamics ya le dieron una maleta con cien mil dólares al vicepresidente Lyndon Johnson. Ya pactaron con Johnson. Kennedy les ha estorbado todo el tiempo. Ya no van a hablar con Kennedy ni con su hermano. Esos dos son historia. Los sabios de Georgetown y los del grupo 8F ya le explicaron todo a Johnson.

 

Veinte kilómetros hacia el norte, dentro de la misma Dallas, el vicepresidente Lyndon B. Johnson salió de la enorme mansión de tejas del poderoso petrolero Clint Murchison –la hoy llamada Glen Abbey Estates-. Sus escoltas le colocan su saco y se dirige sólo hacia su vehículo, donde su chofer de raza negra Robert Parker le abre la puerta.

 

En el interior de la mansión se encuentran los petroleros Clint Murchison, Sid Richardson y Haroldson Lafayette Hunt, así como el banquero del Chase Manhattan Bank John McCloy; el fabricante de armas y constructor de puertos y plataformas petroleras del nuevo conglomerado Halliburton, Brown and Root, George Rufus Brown; el ex alcalde de Dallas, Robert Lee Thornton; el director general del FBI, Edgar Hoover -que insólitamente está ahí y no en Washington-, y el ambicioso adversario de Kennedy, derrotado por él en las elecciones de 1960, Richard Nixon.

 

De camino hacia su asiento, el vicepresidente Johnson llama a su chofer “Nigger” –por su raza negra- pero lo detiene por el brazo una bella mujer de cabello castaño esponjado. Es su amante, Madeleine Duncan Brown. La había conocido a kilómetros de ahí, en el hotel Adolphus, en Dallas, quince años atrás.

 

-¿Lyndon? ¿Qué diablos haces aquí? ¿Por qué no estás con el presidente? -y le puso enfrente a un pequeño adolescente de 14 años.

 

-Dile a Mark quién es su padre. ¡Dile a Mark quién es su padre!

 

El alto y perspicaz vicepresidente los mira a ambos de arriba a abajo, con desprecio –era su hijo-. Se volvió hacia atrás, hacia la puerta de la mansión de la que acababa de salir. Le sonrió a su amante y les susurró a ella y al chico:

 

-Después de mañana estos malditos Kennedys no van a volver a humillarme jamás –y les sonrió-. Esto no es una amenaza. Es una promesa.

 

[Fragmento de «Secreto R (Rockefeller)» de Leopoldo Mendívil López]

 

Continuará mañana aquí en la Parte 2

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